Chispeó al final de los Almirante Topete, arreció la lluvia al embocar General Merry, se atenuó al avanzar hacia Felipe II y allí se abrieron los cielos sobre el Señor. Cautivo iba, como siempre, pero no abandonado.
Pocos paraguas y muchas lágrimas sinceras le rodeaban. Le pusieron su capote dejándole la capucha tan bajada que le tapaba el rostro casi por entero. Temor y temblor. Así se debe aparecer para reclamar las almas, severo y entristecido, aterrador y magnífico, misterioso todavía -porque a Dios sólo se le conoce del todo cuando ya se es todo alma-, oculta su mirada compasiva por la capucha como tantas veces se oculta su misericordia tras las angustias y sufrimientos de la agonía. Andaba el Cautivo reservado, como Dios el Viernes Santo, bajo su capote, sin rostro bajo la lluvia, cuando la compasión de los suyos hacia quienes lo acompañábamos estremecidos le descubrió la cara.
Bajo el aguacero, jugándose el tipo al subirse al paso con las empapadas alpargatas costaleras, clavándosele las cañas que sujetan los lirios y los claveles en las suelas de esparto, uno de los hombres de Villanueva le recogió la capucha en torno al rostro; y el pavoroso Señor de la última hora volvió a ser el compasivo Jesús Cautivo. Y como en Santa Genoveva Dios escribe derecho hasta con renglones mojados el costalero que le descubrió el rostro resultó ser Fernando Aguado, con lo que se cumplió que es tarea del imaginero desvelar la cara de Dios.
Se volvió después el Cautivo, dando con pena la espalda a Sevilla, para buscar su casa con paso valiente bajo el inmisericorde aguacero mientras su banda, como si le rezara, no dejaba de tocarle. Cara a su pueblo se encerró, con diligencia no descompuesta, bajo la lluvia, las lágrimas y los aplausos. Y cuando desapareció dentro de la parroquia se me murió el Lunes Santo.
Fotografía: Victoria Hildago.